Está de moda. Hoy discuten los legisladores si las niñas de doce años pueden abortar sin consultar a sus padres. Se discute si los adolescentes pueden pedir su cambio de sexo. Se escudan en la bandera del laicismo. Inculcan en las escuelas públicas que esa es la verdad, fuera de ninguna creencia. La verdad real, científica, inmutable, incuestionable. Como si eso que promueven no fuera también basado en creencias.
Hoy, los legisladores quieren dar poder a nuestros adolescentes, a nuestros niños, el poder de decidir sobre la vida y la muerte. El poder de llevar un capricho al extremo. El capricho del cambio de sexo o del asesinato de un niño. Como si no entendieran los caprichos de los adolescentes: hoy anhelan un tatuaje, mañana fumar marihuana, luego hacerse un piercing ¿y después?
Para reforzar la estupidez, los legisladores no sólo abogan por el derecho de los adolescentes a abortar, sino que además, estipulan un derecho que les permite viajar y divertirse. Por un lado los tratan como adultos y por otro, los tratan como idiotas, como niños mimados a los que deben darles permiso de "pasarla bien". Como si en la vida no tuvieran que luchar fuertemente por lo que quieren y anhelan, trabajar por lo que en verdad vale la pena.
Sigo a santa Teresa. Nada me turba. Nada me espanta. Tal vez antes, habría escrito de forma apasionada, dando cientos de argumentos teológicos acerca de la maldad del acto. Argumentos científicos que demostraran que los procesos hormonales de los adolescentes, no los hacen aptos para tomar decisiones que afecten el resto de sus vidas. Pero no voy a hacerlo. No porque me canse. A diario recibo comentarios de personas que atacan la verdad y respondo siempre con contundencia, aunque muchas personas no entiendan razones.
¿Qué importa la ley? Durante toda la historia, han existido gobernantes perversos que imponen leyes perversas. Leyes que afectan a la gran mayoría de las personas y que terminan aniquilando a las sociedades. Pero siempre han existido grupos de personas que optan por la moral y el sentido común que conlleva.
Amigos: No importa cuántas leyes se promulguen para promover que las mujeres aborten. No importa cuánto quieran convencer a nuestros adolescentes que las relaciones homosexuales les darán libertad y plenitud. Muy en el fondo, en esa soledad que todos tenemos; dentro de esa intimidad de la habitación en la que nadie puede entrar. En ese terrible silencio de la enfermedad, de la tristeza, de la oscuridad, donde reina la paz, sé que en cada persona que hoy proclama el aborto como la solución a los males de las mujeres embarazadas, que en cada persona convencida de encontrar la felicidad con una pareja del mismo sexo, siempre aparecerá la duda. Esa duda terrible que nos ataca a todos los que hacemos el mal. Esa duda que les hará preguntarse ¿y si ese bebé que llevo en el vientre me ama, me siente, me entiende? ¿Y si ese bebé será inteligente, bello, grandioso? ¿y si yo mereciera un príncipe azul o una princesa que me ame con plenitud? ¿Y si el único amor verdadero es ese amor fecundo que forma familias completas, llenas de hijos y de una pareja que se complementa en cuerpo y alma? ¿Y si todo por lo que he luchado es basura?
Unos tenemos la certeza. Quien promueve el mal siempre tendrá la duda. Sé que tengo que amar incluso al que promueve estupideces. Y lo amo, hasta el límite de la paciencia. Jamás juzgaré a la persona particular que decida un tipo de vida. En mi pecho siempre habrá un abrazo para ese hermano gay, esa amiga lesbiana, esa chica que abortó. Siempre habrá una palabra de aliento para el que la pida. Pero al mismo tiempo, siempre existirá la fe, el silencio de Aquél que conoce mis pensamientos. La paciencia del que espera millones de años para que aparezca una célula. Y por eso espero. Espero. Espero.
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