Había una vez un grupo de jóvenes oprimidos por el gobierno. En aquellos días, era común que un grupo de personas dirigiera la nación. La nación, en esos tiempos, era un grupo de individuos que vivían en un territorio común y que sentían una identidad común gracias a su idioma, su historia y su cultura. Estaban regidos por leyes y representados por lo que entonces llamaban, instituciones.
Pero estos jóvenes no creían en las instituciones. De hecho pensaban que estas eran un mal. Que el poder, debía regresar al pueblo y no pertenecer a un grupúsculo de políticos e instituciones. Su fuerza joven y su noble proceder, fueron capaces de organizar marchas multitudinarias y de ejercer la suficiente presión para derrocar al gobierno vigente. Una vez derrocado aquél gobierno inepto y opresor, la nación de aquéllos días quedó sin cabeza. Parecía que nadie estaba dispuesto a dirigirla.
Entonces el grupo de jóvenes que derrocó aquél gobierno traidor, se vio obligado a tomar las riendas del país. Formaron grupos, surgieron líderes y comenzaron a competir para saber quién era el más apto para administrar los bienes comunes que tenía la nación. Y fue así como, sin quererlo, esos líderes del pueblo comenzaron a hacer política. Y claro, tuvieron que formarse instituciones para que la política fuera transparente, para que los bienes fueran administrados de la mejor manera y para que todo lo que se había aprendido en el pasado, no se olvidara.
Sin embargo, pasaron años, muchos años y ya para cuando esos jóvenes que habían iniciado el movimiento, se volvieron viejos, y se dieron cuenta de que no todo lo que habían hecho había sido correcto, surgió un grupo de nuevos jóvenes dispuestos a derrocar a ese gobierno que los oprimía. La historia se repitió eternamente.
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